julio 26, 2010

2012

John M. Ackerman

Frente al monumental fracaso del gobierno de Felipe Calderón para resolver los problemas más elementales del país, es de celebrarse el inicio anticipado de las campañas presidenciales para 2012. La competencia por la Presidencia de la República podría servir como el marco perfecto para el surgimiento de un verdadero debate nacional sobre el futuro de la nación. Lo último que México necesita es otro llamado estéril a la unidad encabezado por un gobierno sin legitimidad. Al contrario, hace falta un gran despertar social en el que la ciudadanía se haga cargo de construir y proponer soluciones innovadoras para su propio futuro.

Ante la gravedad de la situación nacional, México no puede permitirse el lujo de elegir otro burócrata gris o populista dicharachero. El país entero reclama que su próximo presidente sea un auténtico líder con una gran sensibilidad social. Tendría que ser alguien con la capacidad para articular una nueva visión nacional y con la disposición para trabajar junto con los sectores más agraviados de la sociedad para lograr los cambios urgentes en materia económica, política y social.

La caballada está flaca. En el Partido Acción Nacional (PAN) los pocos candidatos con algunos principios auténticamente panistas, como Santiago Creel o Manuel Espino, son precisamente los que menos posibilidades tienen de lograr la candidatura presidencial. Por su parte, la eventual candidatura de alguno de los personeros del minigabinete de Calderón, como Lujambio, Molinar o Lozano tendría pocas o nulas posibilidades de ganar.

En el Partido Revolucionario Institucional (PRI) la situación no pinta mejor. Aun con todo el apoyo de Televisa, Carlos Salinas y una amplia diversidad de medios impresos, Enrique Peña Nieto simplemente no ha sido capaz de articular una visión nueva para el país o de acercarse verdaderamente a la ciudadanía. Un solo debate público sin guión con sus adversarios sería suficiente para romper la burbuja mediática de popularidad que se ha generado a su alrededor. Su carencia de capacidades analíticas y de liderazgo auténtico se hará patente muy pronto. Por su parte, a menos de que la población mexicana de repente sufriera de un ataque de amnesia colectiva, resulta difícil creer que Manlio Fabio Beltrones, Beatriz Paredes o Emilio Gamboa puedan ganar la confianza de la ciudadanía como candidatos presidenciales.

En contraste, la izquierda está inmejorablemente posicionada para conquistar la silla presidencial en 2012. Su relativa debilidad en cuanto a posiciones políticas tanto en el Congreso federal como en las entidades federativas esconde un hecho innegable: sigue siendo la única fuerza política que tiene arraigo social y de manera creíble podría encabezar una renovación en la vida pública nacional. Si el Partido de la Revolución Democrática (PRD), el Partido del Trabajo y Convergencia aprovechan la oportunidad, podrían encaminarse desde ahora a una victoria en 2012.

Tomando en cuenta esta ventaja comparativa de la izquierda en relación con las otras fuerzas políticas, sería un verdadero desperdicio que estos partidos escojan como su candidato en 2012 simplemente a un guapo o un tecnócrata. Bajo este escenario, en lugar de explotar su fortaleza, las fuerzas progresistas se colocarían en una posición de plena desventaja al acceder jugar en la cancha determinada por los adversarios.

Hasta la fecha, Andrés Manuel López Obrador es el único que ha sido capaz de articular un discurso consistente de renovación de la política nacional. Él, además, es el único que se ha preocupado por acercarse de manera sincera a las inquietudes ciudadanas al visitar todos y cada uno de los municipios del país.

Como cualquier ser humano, López Obrador no es perfecto. Puede disgustar a muchos su terquedad o falta de autocrítica. Pero comparado con los enanos que pueblan el escenario público de hoy, AMLO destaca como un verdadero dirigente.

Sólo si de forma milagrosa apareciera en los próximos meses algún nuevo líder social, los ciudadanos preocupados por el futuro del país tendrían que apoyar las aspiraciones presidenciales de López Obrador. No se trata de entregarse de manera acrítica al mesías tropical ni de estar de acuerdo con todas las posiciones y pronunciamientos del ex jefe de Gobierno del Distrito Federal. Al contrario, habría que someter a López Obrador a la misma crítica exigente que él ejerce sobre los integrantes de la clase política, muchos de los cuales, por cierto, también participan en el mismo movimiento de AMLO.

México tiene la urgente necesidad de romper con décadas de presidentes mediocres y populistas. Tal como ocurrió hace 100 o 200 años, ha llegado la hora de que se articulen los liderazgos políticos y las inquietudes sociales. El programa que López Obrador presentó ayer en el Zócalo capitalino sin duda ofrece esperanzas para que podamos vivir otra transformación radical en el siglo XXI.

La izquierda y el 2012

Arnaldo Córdova


Todo mundo lo dijo: Andrés Manuel López Obrador se puso en campaña de nuevo al día siguiente de que se consumó el fraude de 2006. No les parecía sino que, al perder y demostrar ser mal perdedor, de inmediato se ponía en marcha para contender por la Presidencia de la República de nuevo en el 2012. Poco caso se hizo de esa muestra de autocrítica que el candidato de la izquierda dio después de aquellas elecciones: había habido muchas deficiencias en la organización para la contienda electoral; una enorme cantidad de casillas no se había cubierto, faltando representantes que no asistieron o, de plano, fueron ignoradas por la logística partidista. Así, no se podía hacer nada. Había que organizarse para que, en el futuro, no volviera a ocurrir. Y sí, López Obrador se aplicó de nuevo al trabajo.

Muy lejos estuvo nuestro candidato presidencial, empero, de mostrar deseos de venganza por la derrota, considerando que no había sido derrotado de verdad, sino despojado de un triunfo que estaba a la vista de todos. Su decisión de emprender de nuevo la movilización obedeció, más bien, a lo que le resultaba de ese ejercicio autocrítico y lo dijo muchas veces, más o menos en las mismas palabras: Nos robaron la elección, pero también tuvimos muchas fallas y lo que nos faltó fue organización. Para que no vuelva a pasar eso, hay que construir, desde ahora mismo, esa organización de masas que nos faltó. Esa autocrítica entrañaba también, sin duda alguna, una crítica a su partido, el PRD, que no había sabido proporcionar esa organización.

López Obrador recorrió desde entonces varias veces el país, creando una organización paralela de la partidaria que a muchos les disgustó dentro del PRD. Está formando un nuevo partido, su partido, se dijo en numerosas ocasiones. No era así. Lo que él buscaba era organizar directamente al pueblo con vistas, sí, a las siguientes elecciones presidenciales; pero de ninguna manera estaba auto postulándose para una nueva candidatura. En ese momento, a él no le interesaba eso en absoluto y lo dijo todo el tiempo. Ya ese mismo movimiento que estaba formando decidiría quién sería su próximo candidato y luego, cuando comenzó a perfilarse la precandidatura de Marcelo Ebrard, comenzó a afirmar que el candidato sería el mejor posicionado, vale decir, el que recogiera los mayores consensos entre los partidos y la ciudadanía.

A lo largo de todo ese tiempo, desde 2006, el tabasqueño ha tratado de forjar esa organización que a la izquierda faltaba del único modo que puede hacerse para que se vuelva permanente y sólida: recurriendo al contacto permanente con la gente del pueblo a todo lo largo y ancho de la República. En este sentido, López Obrador ha logrado algo que ningún político se sueña: conocer por sí todos los municipios de México y dejar en cada uno de ellos un contingente organizado, a veces numeroso a veces modesto, listo para actuar en cada momento.

Es cierto que el Peje jamás ha dejado de andar en campaña por la Presidencia de la República en 2012; pero desde el principio dejó en claro que no era atendiendo a una ambición personal, sino mirando al futuro de la izquierda, la que no debía volver a presentarse tan desarmada como lo hizo en las elecciones de 2006. Lo que importaba era darle a la izquierda esas armas de las que había carecido en aquella ocasión y que consistían, esencialmente, en una organización nueva de masas, con una gran capacidad de movilización y de concentración. Como para demostrar su dicho, empezó a llenar con cientos de miles de seguidores nuestra plaza principal. Nadie lo ha hecho ni tantas veces como él.

Y mientras el movimiento se desarrollaba pujante, creando una conciencia participativa en millones de ciudadanos y, lo más importante, un compromiso con la nación, el PRD se despeñaba en las pugnas internas y se desdibujaba como una verdadera opción partidista. Ese proceso se hizo irreversible desde que los chuchos asaltaron el poder avalados por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, que reconoció su preponderancia en el partido. Entonces comenzaron sus deslindes respecto de y sus francos ataques a López Obrador y a su movimiento cívico. Curiosamente, fue ese movimiento el que comenzó a ganar batallas, como la del petróleo, y el que empezó a sumar fuerzas que antes eran extrañas a o que estaban alejadas de la izquierda.

Han sido esas batallas memorables las que le han dado nombre. Ahora se presenta como el Movimiento en Defensa de la Economía Popular, el Petróleo y la Soberanía Nacional. El PRD, sobre todo a partir de que hizo suya la línea trazada por Manuel Camacho Solís, de aliarse con la derecha y con cuantos se dejaran para conseguir objetivos puramente pragmáticos, ha dejado de tener la muy pálida identidad que tenía desde su fundación. Sigue siendo el mayor y más representativo partido de izquierda, pero el hecho es que él mismo ha contribuido a que el mismo concepto de izquierda pierda sentido. Tendremos que identificar una y otra vez a la izquierda, por lo menos para saber quiénes la forman hipotéticamente.

Cada vez son menos. Una vez contábamos en ese campo a los priístas nacionalistas y a los viejos lombardistas. Ellos ya no existen. Ahora sólo quedan tres partidos, el PRD, el PT y Convergencia. En el PRI, aunque a muchos no les guste oírlo, ya no hay izquierdistas y ni siquiera centristas. En el PAN nunca los hubo, aunque sí muchos espíritus esclarecidos que también se fueron. El PT es un amasijo de viejos grupos movimientistas que carece de una verdadera identidad partidaria e ideológica, pero lo consideramos de izquierda. Convergencia es un grupo formado en torno a su líder, Dante Delgado, que no siempre logra uno definir con precisión. El PRD es la única gran fuerza partidista de izquierda, pero ahora deshilachado y copado en su dirección por un grupo mafioso y faccioso que lo está destruyendo ineluctablemente. Como gran fuerza de izquierda no queda más que el movimiento cívico lópezobradorista.

Este movimiento es obra de millones de mexicanos que desean volver a creer y actuar cohesionados por un gran líder de masas, claro en sus planteamientos y carismático, como respuesta popular a la impostura y a la pésima política de los círculos gobernantes que han hecho trizas nuestra economía y todas sus instituciones igualitarias y justicieras. Es la respuesta que viene desde abajo al mal gobierno, a la impunidad, al latrocinio y a la desvergüenza de quienes se han adueñado del poder y de la riqueza pública. Que López Obrador haya hecho pública su decisión de contender de nuevo por la Presidencia de la República creo que a nadie debería sorprender, en primer lugar, porque muy pocos como él tienen algo que ofrecer como candidatos de la izquierda y, en segundo lugar, porque nadie como él ha sabido forjar un movimiento de masas que quiere luchar por el poder y encumbrar en el mismo a uno de los suyos.