julio 26, 2006

Los ciclos de la violencia en México


Lisandro Otero

Ante el abismo

El fraude electoral perpetrado en las últimas elecciones por el IFE, alentado por el régimen de Vicente Fox, vuelve a situar a México en la antesala de un nuevo ciclo de violencia. López Obrador ha actuado con una prudencia ejemplar, señalando el camino de la protesta pacífica, del desacuerdo sosegado, pero una cosa puede ser la cuerda intención de los dirigentes y otra la irritación de las muchedumbres defraudadas que pueden incurrir en excesos indeseados.

Un descontrol en la temperatura política puede conducir a México a una desestabilización que repercuta en la economía, en el desconcierto de los partidos, en un tumultuoso desarreglo de todas las armonías alcanzadas. Cuando uno se asoma al abismo debe tener mucho cuidado en mantener el equilibrio.

Periódicamente México pasa por estos ciclos de violencia cuando las fuerzas que concurren en el dominio del poder entran en pugna antagónica. Entonces ocurren los crímenes de Huerta, el magnicidio de Tlaxcalantongo, la emboscada de Chinameca, el asesinato de La Bombilla, la rebelión de los Cristeros, la crisis entre Calles y Cárdenas, la masacre del '68, el fraude del '88, el atentado a Colosio.

Nos hallamos de nuevo en un punto de giro, en un instante en el cual puede definirse el futuro de México de la primera mitad del presente siglo. Está por definir claramente qué es lo que nos queda de la Revolución de 1910, o precisar si se trata de un proceso definitivamente concluido. ¿Debe conformarse México con ser un país maquilador, con cincuenta millones de pobres y una exagerada dependencia de Estados Unidos que lo aproximaría a convertirse en un protectorado yanqui en el próximo sexenio?, o, por el contrario, se está a tiempo de emprender un camino autóctono y un cambio social profundo que aporte una mayor calidad de vida a sus ciudadanos.

Por los aciagos años del foxismo ya se puede presagiar lo que sería el calderonato: el aumento de la desigualdad social, la acelerada polarización de la riqueza, la sumisión a los organismos internacionales de explotación financiera y, lo que es peor, la crispación política, el constante desasosiego y la zozobra motivados por las masas iracundas. ¿Cómo reaccionaría este pueblo, tan orgulloso de sus tradiciones, al advertir el desmantelamiento del viejo nacionalismo que siempre lo ha animado? ¿Cómo soportaría el sacrificio de la soberanía ante el altar del neoliberalismo?

Por lo pronto, una de las fuerzas que emergió del movimiento de 1910 parece sensiblemente deteriorada. Los setenta años del PRI en el poder dejaron una huella amarga. El autoritarismo continuista, la deserción democrática, la postergación del verdadero desarrollo, han dejado un rastro de frustraciones del cual los mexicanos anhelan emerger.

Por eso las fuerzas agrupadas en torno a López Obrador pudieran constituir una alternativa viable si las dejan brotar sin asfixiarlas con juegos sucios y coacciones despóticas.
Ahora se trata de mantener la compostura y la sensatez, que ninguna de las partes en contienda vaya más allá de lo que la racionalidad y el bienestar colectivo permitan. Una equilibrada cautela puede hacer más en este momento que el fanatismo impetuoso. Hay que exigir honestidad a las autoridades que faltaron a su deber cívico. El régimen debe rectificar sus desafueros y arbitrariedades, y las exigencias de honestidad no pueden aplazar sus reclamos ni retardar el ritmo de la acción, pero siempre teniendo en cuenta que primero está México.

Las actuales movilizaciones pueden sentar un ejemplo de canalización correcta de la insatisfacción. Solamente si el régimen derechista persiste en la rígida imposición de su elegido pudiera descontrolarse la situación con nefastas consecuencias para todos. Quizás al foxismo le queda un último recurso para hacer algo, aunque sea eso, en bien de todos: aceptar la voluntad del pueblo y retroceder en su sórdida maniobra impositiva.
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