Las democracias divididas
lucía luna
México, 10 de julio (apro).- Independientemente de cuál sea el resultado final, el escenario que hoy se vive en México de un electorado polarizado, enfrentado, dividido, parece ser cada vez más frecuente en algunas democracias occidentales posteriores a la caída del Muro de Berlín.
El cierre de fotografía entre Felipe Calderón y Andrés Manuel López Obrador, con su manoseo de cifras, manipulación mediática, sospecha de fraude, conteo manual de votos y muy probable judicialización, remitió de inmediato a muchos a la apretada y desaseada final entre el republicano George W. Bush y el demócrata Al Gore, en el 2000, que después de semanas de incertidumbre fue resuelta por la Suprema Corte de Justicia de Estados Unidos.
Pero en años recientes ha habido varios otros casos, con márgenes más o menos apretados de votos, como Italia, Alemania, España, o en América Latina recientemente Perú, donde a la luz de los alineamientos electorales se observa una clara fractura que con frecuencia queda plasmada en nítidos mapas de desarrollo económico, clase social, edad, género, etnia y hasta ubicación geográfica.
La economía, sin duda, sigue siendo un motivo central para votar por una u otra plataforma política. La ideología, empero, ya no es tan clara. Aunque se continúa hablando de izquierdas y derechas, luego del derrumbe del “socialismo real” y con el avance inclemente de la globalización, prácticamente ya ningún partido plantea una derogación del sistema capitalista, sino enfoques con mayor o menor sensibilidad social dentro de él.
En este contexto, los discursos económicos de uno y otro bando se parecen cada vez más y, si se observa, los que divergen corresponden más bien a la agenda social. Temas, sí, como el bienestar colectivo; pero, sobre todo, cuestiones de ecología, de igualdad de género, de libertades civiles, sexuales y religiosas; defensa de las minorías, de los inmigrantes, de la diversidad étnica; el enfoque de la ciencia y de la educación. En síntesis, más bien una cosmovisión, una forma de entender la vida, que en su expresión política no parece fácilmente reconciliable.
De hecho, estos dos grandes conglomerados sociales en pugna siempre han estado ahí, llámense izquierda y derecha, por la ubicación espacial que tomaron en los debates de la Francia postrevolucionaria; liberales y conservadores, progresistas y retardatarios, socialistas y capitalistas, con una enorme gama de matices intermedios que, inclusive, en algunas ocasiones se entremezclan entre ambos, impidiendo hablar de una homogeneidad, sino más bien de una orientación.
Aunque en Estados Unidos históricamente estas diferencias han sido plasmadas entre quienes votan demócrata o republicano, y ya entre Kennedy y Nixon, y luego entre Nixon y Humphrey, hubo el antecedente de una elección muy cerrada, la contienda entre Bush y Gore delineó como nunca la existencia de dos Norteaméricas que viven una junto a otra, pero que piensan diferente y colisionan cuando se abre el debate público.
El mapeo electoral mostró una clara diferencia entre las costas y el centro, el norte y el sur, las ciudades y el campo, las mujeres y los hombres, los jóvenes y los viejos, los blancos y las minorías, los instruidos y los ignorantes que ha aflorado una y otra vez en temas como la guerra de Irak, el combate al terrorismo, las libertades civiles, la clonación, el aborto, los matrimonios homosexuales, la religión en las escuelas y, claro, en la reelección de Bush, que ya no fue tan ajustada, pero que tampoco subsanó la brecha.
Más recientemente, en el mes de abril, en Italia se habló de “una bota partida en dos”. La coalición de izquierda, encabezada por Romano Prodi, derrotó a la de derecha, liderada por el primer ministro y magnate mediático, Silvio Brelusconi, por 24,755 votos, es decir apenas 0.2 por ciento de la votación. Es la fecha en que Berlusconi no acaba de aceptar su derrota, aduciendo un fraude, ni ha llamado a Prodi para felicitarlo; y, con él, buena parte del país.
Con una fuerte historia de lucha entre el comunismo y el fascismo, una pugna entre el norte industrial y el sur poco desarrollado, esta vez el desacuerdo de los italianos giró más en torno de la personalidad irresponsable y frívola del propio Berlusconi, que del mal comportamiento de la economía, que puso en su contra hasta al empresariado. Fue, ante todo, una batalla entre la apariencia y la realidad, la conciencia y la inconsciencia. Con un inquietante resultado que apenas alcanzó para sacar del cargo, pero no de la política, a Il Cavaliere.
En Alemania, donde a partir de la posguerra las fuerzas orientadas a la izquierda se han aglutinado tradicionalmente en torno de la socialdemocracia y, las de la derecha, en torno de la democracia cristiana, los comicios del año pasado también arrojaron un resultado muy estrecho. El canciller Gerhard Schröder, quien convocó a elecciones anticipadas tratando de afianzarse en su puesto, se quedó a 0.9 por ciento de derrotar a su rival, Angela Merkel, en las urnas.
A pesar de ello, Schröder intentó retener el poder, argumentando que los socialdemócratas, solos, habían obtenido 34.3 por ciento de los sufragios, mientras que el 35.2 obtenido por Merkel había sido a lomos de una coalición entre demócrata cristianos (27.8 %) y socialcristianos (7.4%), partidos hermanos que siempre se presentan juntos a las elecciones y conforman una sola bancada en la Cámara.
Al final, ante un desgastado Schröder, Merkel se quedó con el cargo, pero a cambio de ceder a sus opositores ministerios clave en su gabinete, y una apretada correlación de fuerzas en el Bundestag, que no ha logrado romper el inmovilismo que impidió a su antecesor reactivar la economía, abatir el desempleo, frenar los recortes al sistema de bienestar social, controlar la inmigración y avanzar en la unidad europea.
En España, pese a que el presidente, José Luis Rodríguez Zapatero, consiguió una clara ventaja primero en las urnas (42.64 %) y, luego, una mayoría absoluta para formar gobierno (siete votos más de los necesarios), no ha dejado de sentirse una feroz oposición de la derecha, encarnada en el Partido Popular, sobre el gobierno socialista. De hecho, de no haber mediado los atentados del 11 de marzo y el mal manejo que hizo de ellos José María Aznar, en el 2004 todas las previsiones apuntaban a que el PP retendría el poder.
Y no es por motivos económicos. De hecho Rodríguez Zapatero ha aplicado lineamientos de mercado muy similares a los de su antecesor y logrado con ellos buenos resultados en materia de crecimiento, superávit presupuestal y disminución del desempleo. Pero ha cimbrado los cimientos de la España conservadora con su agenda de cambios sociales y políticos.
Su mayoría en el Congreso le ha permitido adelantar reformas legales en pro de la igualdad de hombres y mujeres, y contra la violencia de género; los homosexuales pueden casarse y adoptar niños; divorciarse es más sencillo; la educación religiosa en las escuelas públicas ya no es obligatoria y cientos de miles de inmigrantes ilegales fueron beneficiados por una amnistía que los sacó de la marginación y las sombras.
Por lo menos en la mitad de los casos el PP se ha opuesto en bloque a las iniciativas y ha salido a la calle, acompañado de la derecha social y no pocas veces de la Iglesia, para oponerse a su aprobación. Lo mismo ha ocurrido con el tema de las autonomías, como la recientemente votada en Cataluña, y, por supuesto, la forma de abordar el asunto de ETA, que para el gobierno y sus aliados pasa por la negociación y, para el PP y los suyos, por el aplastamiento.
El caso del Perú puede incluirse no tanto por los resultados finales de la elección, que mostraron porcentajes de diferencia claros, sino por la polarización y los claros alineamientos sociales que se dieron en su curso. La competencia estrecha se dio en realidad en la primera vuelta, cuando el socialdemócrata Alan García desplazó a la derechista Lourdes Flores apenas por 60 mil votos, y después de varias semanas de jaloneos.
Así, a la segunda vuelta se presentaron dos fuerzas pretendidamente de izquierda, la del propio García, y la del nacionalista Ollanta Humala, lo que de todos modos no impidió una marcada división del electorado. La gente votó entre un pasado malo, pero conocido, y un futuro incierto; la globalización y el mercado interno; la cultura occidental y la cultura autóctona.
Aunque García derrotó a Humala por más de diez puntos, como nunca en el Perú, un país que no ha logrado superar las divisiones de su pasado colonial, el voto se diferenció entre indios y blancos, pobres y ricos, zonas rurales y urbanas, costa y montaña, pero sobre todo, entre expectativa y miedo. Y este choque estuvo omnipresente en el discurso de toda la campaña.
El enfrentamiento político de fuerzas diversas no debería causar preocupación; finalmente de eso se trata la democracia. De dirimir las muchas diferencias en el seno de una sociedad, de manera civilizada, por vía de las urnas. Tampoco deberían provocar inquietud la dureza de las campañas y el estrecho margen de los resultados: en una competencia hay que batirse para que, en principio, gane limpiamente el mejor. Y es justamente aquí donde empiezan los problemas.
Exceptuando quizás a Alemania, en todos los demás casos los competidores confundieron lo duro con lo sucio. Toneladas de dinero canalizadas abierta o subrepticiamente a las campañas, uso de recursos públicos, manejo mediático discrecional, triquiñuelas tecnológicas, descalificación de los contendientes, insultos, calumnias y, sobre todo, la introducción del factor miedo, que fue el que más contribuyó a la polarización.
Aunque ambos lados del espectro político se sirvieron de estos recursos indeseables, hay que decir que fueron sobre todo los defensores del status quo los que recurrieron al uso del miedo. George Bush acusó a sus opositores de debilidad en la lucha contra el terrorismo; Silvio Berlusconi agitó los fantasmas de un comunismo inexistente; Aznar y el PP han atribuido a Rodríguez Zapatero un relajamiento en la seguridad y en la moral y, Alan García, ganó esgrimiendo el riesgo de un nacionalismo violento y trasnochado.
En México no ha sido muy diferente. Izquierdas y derechas siempre han estado ahí, sólo que durante setenta años el sistema de partido único las asimiló y reprimió a sus expresiones más extremas. Ahora que el juego del poder político se abrió y el PRI se fracturó, cada una ha vuelto a tomar sus posiciones. Y se han dado duro, sin omitir la suciedad que ha caracterizado a otros procesos. También el miedo y la polarización exaltada han estado presentes. Ojalá al final impere la legalidad y todo quede en la siempre saludable tensión democrática.
México, 10 de julio (apro).- Independientemente de cuál sea el resultado final, el escenario que hoy se vive en México de un electorado polarizado, enfrentado, dividido, parece ser cada vez más frecuente en algunas democracias occidentales posteriores a la caída del Muro de Berlín.
El cierre de fotografía entre Felipe Calderón y Andrés Manuel López Obrador, con su manoseo de cifras, manipulación mediática, sospecha de fraude, conteo manual de votos y muy probable judicialización, remitió de inmediato a muchos a la apretada y desaseada final entre el republicano George W. Bush y el demócrata Al Gore, en el 2000, que después de semanas de incertidumbre fue resuelta por la Suprema Corte de Justicia de Estados Unidos.
Pero en años recientes ha habido varios otros casos, con márgenes más o menos apretados de votos, como Italia, Alemania, España, o en América Latina recientemente Perú, donde a la luz de los alineamientos electorales se observa una clara fractura que con frecuencia queda plasmada en nítidos mapas de desarrollo económico, clase social, edad, género, etnia y hasta ubicación geográfica.
La economía, sin duda, sigue siendo un motivo central para votar por una u otra plataforma política. La ideología, empero, ya no es tan clara. Aunque se continúa hablando de izquierdas y derechas, luego del derrumbe del “socialismo real” y con el avance inclemente de la globalización, prácticamente ya ningún partido plantea una derogación del sistema capitalista, sino enfoques con mayor o menor sensibilidad social dentro de él.
En este contexto, los discursos económicos de uno y otro bando se parecen cada vez más y, si se observa, los que divergen corresponden más bien a la agenda social. Temas, sí, como el bienestar colectivo; pero, sobre todo, cuestiones de ecología, de igualdad de género, de libertades civiles, sexuales y religiosas; defensa de las minorías, de los inmigrantes, de la diversidad étnica; el enfoque de la ciencia y de la educación. En síntesis, más bien una cosmovisión, una forma de entender la vida, que en su expresión política no parece fácilmente reconciliable.
De hecho, estos dos grandes conglomerados sociales en pugna siempre han estado ahí, llámense izquierda y derecha, por la ubicación espacial que tomaron en los debates de la Francia postrevolucionaria; liberales y conservadores, progresistas y retardatarios, socialistas y capitalistas, con una enorme gama de matices intermedios que, inclusive, en algunas ocasiones se entremezclan entre ambos, impidiendo hablar de una homogeneidad, sino más bien de una orientación.
Aunque en Estados Unidos históricamente estas diferencias han sido plasmadas entre quienes votan demócrata o republicano, y ya entre Kennedy y Nixon, y luego entre Nixon y Humphrey, hubo el antecedente de una elección muy cerrada, la contienda entre Bush y Gore delineó como nunca la existencia de dos Norteaméricas que viven una junto a otra, pero que piensan diferente y colisionan cuando se abre el debate público.
El mapeo electoral mostró una clara diferencia entre las costas y el centro, el norte y el sur, las ciudades y el campo, las mujeres y los hombres, los jóvenes y los viejos, los blancos y las minorías, los instruidos y los ignorantes que ha aflorado una y otra vez en temas como la guerra de Irak, el combate al terrorismo, las libertades civiles, la clonación, el aborto, los matrimonios homosexuales, la religión en las escuelas y, claro, en la reelección de Bush, que ya no fue tan ajustada, pero que tampoco subsanó la brecha.
Más recientemente, en el mes de abril, en Italia se habló de “una bota partida en dos”. La coalición de izquierda, encabezada por Romano Prodi, derrotó a la de derecha, liderada por el primer ministro y magnate mediático, Silvio Brelusconi, por 24,755 votos, es decir apenas 0.2 por ciento de la votación. Es la fecha en que Berlusconi no acaba de aceptar su derrota, aduciendo un fraude, ni ha llamado a Prodi para felicitarlo; y, con él, buena parte del país.
Con una fuerte historia de lucha entre el comunismo y el fascismo, una pugna entre el norte industrial y el sur poco desarrollado, esta vez el desacuerdo de los italianos giró más en torno de la personalidad irresponsable y frívola del propio Berlusconi, que del mal comportamiento de la economía, que puso en su contra hasta al empresariado. Fue, ante todo, una batalla entre la apariencia y la realidad, la conciencia y la inconsciencia. Con un inquietante resultado que apenas alcanzó para sacar del cargo, pero no de la política, a Il Cavaliere.
En Alemania, donde a partir de la posguerra las fuerzas orientadas a la izquierda se han aglutinado tradicionalmente en torno de la socialdemocracia y, las de la derecha, en torno de la democracia cristiana, los comicios del año pasado también arrojaron un resultado muy estrecho. El canciller Gerhard Schröder, quien convocó a elecciones anticipadas tratando de afianzarse en su puesto, se quedó a 0.9 por ciento de derrotar a su rival, Angela Merkel, en las urnas.
A pesar de ello, Schröder intentó retener el poder, argumentando que los socialdemócratas, solos, habían obtenido 34.3 por ciento de los sufragios, mientras que el 35.2 obtenido por Merkel había sido a lomos de una coalición entre demócrata cristianos (27.8 %) y socialcristianos (7.4%), partidos hermanos que siempre se presentan juntos a las elecciones y conforman una sola bancada en la Cámara.
Al final, ante un desgastado Schröder, Merkel se quedó con el cargo, pero a cambio de ceder a sus opositores ministerios clave en su gabinete, y una apretada correlación de fuerzas en el Bundestag, que no ha logrado romper el inmovilismo que impidió a su antecesor reactivar la economía, abatir el desempleo, frenar los recortes al sistema de bienestar social, controlar la inmigración y avanzar en la unidad europea.
En España, pese a que el presidente, José Luis Rodríguez Zapatero, consiguió una clara ventaja primero en las urnas (42.64 %) y, luego, una mayoría absoluta para formar gobierno (siete votos más de los necesarios), no ha dejado de sentirse una feroz oposición de la derecha, encarnada en el Partido Popular, sobre el gobierno socialista. De hecho, de no haber mediado los atentados del 11 de marzo y el mal manejo que hizo de ellos José María Aznar, en el 2004 todas las previsiones apuntaban a que el PP retendría el poder.
Y no es por motivos económicos. De hecho Rodríguez Zapatero ha aplicado lineamientos de mercado muy similares a los de su antecesor y logrado con ellos buenos resultados en materia de crecimiento, superávit presupuestal y disminución del desempleo. Pero ha cimbrado los cimientos de la España conservadora con su agenda de cambios sociales y políticos.
Su mayoría en el Congreso le ha permitido adelantar reformas legales en pro de la igualdad de hombres y mujeres, y contra la violencia de género; los homosexuales pueden casarse y adoptar niños; divorciarse es más sencillo; la educación religiosa en las escuelas públicas ya no es obligatoria y cientos de miles de inmigrantes ilegales fueron beneficiados por una amnistía que los sacó de la marginación y las sombras.
Por lo menos en la mitad de los casos el PP se ha opuesto en bloque a las iniciativas y ha salido a la calle, acompañado de la derecha social y no pocas veces de la Iglesia, para oponerse a su aprobación. Lo mismo ha ocurrido con el tema de las autonomías, como la recientemente votada en Cataluña, y, por supuesto, la forma de abordar el asunto de ETA, que para el gobierno y sus aliados pasa por la negociación y, para el PP y los suyos, por el aplastamiento.
El caso del Perú puede incluirse no tanto por los resultados finales de la elección, que mostraron porcentajes de diferencia claros, sino por la polarización y los claros alineamientos sociales que se dieron en su curso. La competencia estrecha se dio en realidad en la primera vuelta, cuando el socialdemócrata Alan García desplazó a la derechista Lourdes Flores apenas por 60 mil votos, y después de varias semanas de jaloneos.
Así, a la segunda vuelta se presentaron dos fuerzas pretendidamente de izquierda, la del propio García, y la del nacionalista Ollanta Humala, lo que de todos modos no impidió una marcada división del electorado. La gente votó entre un pasado malo, pero conocido, y un futuro incierto; la globalización y el mercado interno; la cultura occidental y la cultura autóctona.
Aunque García derrotó a Humala por más de diez puntos, como nunca en el Perú, un país que no ha logrado superar las divisiones de su pasado colonial, el voto se diferenció entre indios y blancos, pobres y ricos, zonas rurales y urbanas, costa y montaña, pero sobre todo, entre expectativa y miedo. Y este choque estuvo omnipresente en el discurso de toda la campaña.
El enfrentamiento político de fuerzas diversas no debería causar preocupación; finalmente de eso se trata la democracia. De dirimir las muchas diferencias en el seno de una sociedad, de manera civilizada, por vía de las urnas. Tampoco deberían provocar inquietud la dureza de las campañas y el estrecho margen de los resultados: en una competencia hay que batirse para que, en principio, gane limpiamente el mejor. Y es justamente aquí donde empiezan los problemas.
Exceptuando quizás a Alemania, en todos los demás casos los competidores confundieron lo duro con lo sucio. Toneladas de dinero canalizadas abierta o subrepticiamente a las campañas, uso de recursos públicos, manejo mediático discrecional, triquiñuelas tecnológicas, descalificación de los contendientes, insultos, calumnias y, sobre todo, la introducción del factor miedo, que fue el que más contribuyó a la polarización.
Aunque ambos lados del espectro político se sirvieron de estos recursos indeseables, hay que decir que fueron sobre todo los defensores del status quo los que recurrieron al uso del miedo. George Bush acusó a sus opositores de debilidad en la lucha contra el terrorismo; Silvio Berlusconi agitó los fantasmas de un comunismo inexistente; Aznar y el PP han atribuido a Rodríguez Zapatero un relajamiento en la seguridad y en la moral y, Alan García, ganó esgrimiendo el riesgo de un nacionalismo violento y trasnochado.
En México no ha sido muy diferente. Izquierdas y derechas siempre han estado ahí, sólo que durante setenta años el sistema de partido único las asimiló y reprimió a sus expresiones más extremas. Ahora que el juego del poder político se abrió y el PRI se fracturó, cada una ha vuelto a tomar sus posiciones. Y se han dado duro, sin omitir la suciedad que ha caracterizado a otros procesos. También el miedo y la polarización exaltada han estado presentes. Ojalá al final impere la legalidad y todo quede en la siempre saludable tensión democrática.
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