julio 02, 2006

El poder también tiene miedo

Por Florencia Gutiérrez, profesora de Historia de la Historiografía y Master de El Colegio de Mèxico

Todo parece indicar que la cuestionada hegemonía del partido único, consolidada por más de setenta años de presidencialismo priísta y quebrantada en el 2000 con el triunfo del panista Vicente Fox, sufrirá su segundo revés en las elecciones que se realizan hoy. Probablemente, y a diferencia de lo que sucedió hace seis años, esta vez la alternancia llegará de la mano de una coalición de izquierda encabezada por el perredista Andrés Manuel López Obrador, quien para ello deberá triunfar sobre Felipe Calderón, candidato del PAN.La coyuntura electoral invita a la reflexión.

Tomado como referente el contexto latinoamericano, es posible observar cómo el eventual triunfo del PRD resucitó en México una de las peores y más pobres estrategias desplegadas para convencer a los ciudadanos de no votar por un partido de izquierda: el miedo. En tal sentido, esta táctica publicitaria recuerda lo sucedido en Brasil y en Bolivia frente a las candidaturas presidenciales de Lula da Silva y de Evo Morales, respectivamente.

Ahora, en México, el oficialismo agita el fantasma de la crisis económica y del autoritarismo, vaticinando que la llegada de López Obrador al poder supone el endeudamiento y el descontrol del gasto público, así como el imperio del voluntarismo y la exclusión política. En este contexto, panistas y priístas aprovechan el ascenso de disímiles gobiernos de izquierda, en varios países de América Latina, para promover la confusión del electorado con argumentos basados en paralelismos y extrapolaciones que, sin fundamento, equiparan a López Obrador con el venezolano Hugo Chávez.

Detrás de las propagandasEn definitiva, lo que las campañas propagandísticas esconden, detrás de la promoción del miedo y el desconcierto de la ciudadanía, son los temores de una dirigencia y de un sector de la sociedad que se resiste a revisar y, eventualmente, a revertir un modelo económico que después de más de dos décadas de aplicación no sólo no ha resuelto el problema de la desigualdad social, sino que lo ha profundizado.

En un país en el que aproximadamente 500.000 mexicanos emigran anualmente a Estados Unidos en busca de mejores oportunidades; en el que el crecimiento per cápita fue en los últimos 25 años de un magro 17 %; en el que casi 21 millones de ciudadanos sobreviven con los ingresos de un empleo informal, sin ningún tipo de cobertura social y en el que sólo 225 de cada 10.000 habitantes acceden a la universidad, la elección presidencial de hoy constituye una posibilidad para dar un golpe de timón e intentar revertir el estigma de la injusticia social. Los desafíos son muchos.

Las promesas -como en toda coyuntura electoral de envergadura- pueden llegar a rebasar la capacidad de acción de quien llegue al poder; ahora los ciudadanos tienen la última palabra. Pero hoy, a través del sufragio, los mexicanos decidirán quién es el candidato que mejor representa la concreción de una sociedad más inclusiva y solidaria y, más allá de los resultados, estarán avanzando en la construcción y perfección del imprescindible sistema democrático.